Hay una veintena de pueblos en la Sierra de Cádiz muy, pero que muy bien encalados. Les va el turismo en ello. Se sitúan sobre colinas o peñascos de vértigo, y no muy lejos de algún río que probablemente empieza por «guada». Son pequeños, coquetos, con iglesias desproporcionadas, y algún resto de fortificación árabe. En su día fueron las estrellas de cuadros paisajistas y ahora bordan los muros de Instagram. Se trata de los pueblos blancos andaluces, que conforman una de las rutas turísticas más pintorescas de España.
Los llamados pueblos blancos son unos veinte, supongo que unos más blancos que otros, pero nosotros no tuvimos tiempo a ver más que un puñado representativo de ellos, saliendo de Sevilla y acabando en Arcos de la Frontera en una ruta en coche (road trip, que dicen los bloggers profesionales) de solo un día.
La blancura de los pueblos blancos
Empezamos por el pueblo de Olvera, la puerta norte de la ruta de los pueblos blancos, y me atrevo a decir que el más blanco de todos, aunque solo sea porque está a apenas 40 kilómetros del horno de cal de Morón de la Frontera, el responsable de suministrar cal a todos los pueblos blancos, para que protegieran sus casas del calor y siglos después se hicieran famosos por eso (Habrá algún aguafiestas que diga que a estas alturas todo será pintura en lugar de cal o que en realidad la mayoría de los pueblos de Andalucía, y de España en general, son blancos, pero hay que mantener la ilusión).
Lo que se ve al aproximarse a Olvera es un Belén de casitas que parecen de mentira y que van ascendiendo hasta una enorme iglesia, la de la Encarnación, que tiene más o menos el tamaño de todo el pueblo (estamos en Cádiz, se puede exagerar).
Las vistas desde la iglesia ya son estupendas, pero el verdadero tesoro está aún más arriba, en el Castillo árabe del siglo XII acoplado a un peñasco como si fuera parte de él. Además de adentrarte en la fortaleza, desde lo alto se puede admirar el paisaje de la sierra y si te esfuerzas un poco, se ven venir los moros de un lado y los cristianos de otro.
Los pueblos blancos en guerra
Pongamonos en situación, la mayoría de los pueblos blancos se encontraba, antes o después, en los límites del Reino de Granada, por eso todos tenían una fortaleza de defensa de estilo árabe para defenderse de los vecinos cristianos, y por eso todos acabaron teniendo unas iglesias enormes, para demostrar al enemigo quién les iba comiendo terreno.
Ocurre lo mismo en Setenil de las Bodegas, solo que este lugar fue inexpugnable durante mucho tiempo y resistió a nada menos que siete ataques o sitios. De ahí viene su nombre septem-nihil, siete veces nada (Falta por saber dónde están las bodegas, que no conseguimos averiguarlo y me parece más importante).
Aunque Setenil cuenta también con su correspondiente castillo árabe e iglesia cristiana, lo que más llama la atención de este pueblo es su simbiosis con la roca: sus habitantes aprovecharon el tajo que el río provocó en el terreno para construir sus casas junto a ella y ahorrarse paredes e incluso techos, lo que hace de sus calles las más originales de los pueblos blancos.
Pueblos blancos y paisaje de montaña
Algunos de los pueblos blancos, además de tener atractivo por sí mismos, cuentan con el aliciente de estar en medio del Parque Natural de la Sierra de Grazalema. El caso paradigmático es el propio pueblo de Grazalema, situado en lo alto de la sierra, a pocos metros de donde nace el río Guadalete.
En la carretera que pasa por el pueblo y sigue subiento hacia lo alto de la sierra están los mejores miradores, desde donde se ve el puzzle de casas blancas enclavado en la montaña y de donde sobresalen aquí y allá campanarios de las iglesias. El marco perfecto son las vistas a las montañas de la sierra.
A las habituales guerras medievales de la zona, a la historia de Grazalema hay que añadir su destrucción durante la Guerra de la Independencia, y la aparición en sus alrededores de los clásicos bandoleros del siglo XIX, como el héroe local, el Tempranillo, cuya historia se representa durante las fiestas del pueblo.
La capital de los pueblos blancos
He de decir que en nuestro recorrido también vislumbramos otros pueblos blancos que merecían la pena un buen vistazo como Torre Alháquime, El Bosque o Benamahoma, pero no da tiempo a todo y hubo que priorizar.
Nuestra última parada y noche fue en Arcos de la Frontera, que pertenece a esa familia de pueblos andaluces como Jerez, Vejer, Morón, Conil o Chiclana, que comparten el apellido «de la Frontera», precisamente por situarse en algún momento en ese alborotado límite entre Castilla y Granada.
Arcos de la Frontera es además el último de los pueblos blancos cuando te diriges hacia el sur, y el más grande y poblado de todos ellos, por lo que ejerce de capital oficiosa de la ruta. Por ser el más grande y por tener una historia más ajetreada, cuenta con más monumentos, por ejemplo:
Las iglesias de la Asunción y la de San Pedro destacan en el perfil de la ciudad con su estilo gótico y gotas de mudéjar (recordad iglesias grandes, que las vea el enemigo). Entre las callejuelas encontramos conventos, palacetes, y por supuesto, un castillo, el de los Duques de Arco, que sigue estando en manos privadas, así que hay que conformarse con verle la puerta y las murallas.
Pero lo más impresionante, también aquí, son los miradores a uno y otro lado del pueblo que permiten ver el paisaje de los campos gaditanos y el perfil de la ciudad, encaramada en un cerro de paredes casi verticales esculpidas por el río Guadalete. La estampa es como una representación modelo de lo que es un pueblo blanco en condiciones.