Tal vez hayáis oído o leído que alguien en la Unión Europea ha tenido la brillante idea de regalar pases de Interrail a todos los jóvenes europeos que cumplan 18 años. Supongo que semejante dispendio se debe a que vamos sobrados de posibles, como los padres que descubren que Hacienda les ha devuelto más de lo esperado y les dan 20 euros a los chicos para que se den una vuelta. Si es así, me parece una idea estupenda, y mucho mejor que regalar videoconsolas o smartphones (no sé hasta dónde llega el superávit o la magnanimidad del parlamento europeo, ahora mismo me parecen los reyes magos).
El Interrail siempre ha sido una manera estupenda de incitar a los jóvenes a conocer mundo (mundo europeo, en concreto), pero también a viajar sin supervisión adulta y apañárselas solos -lo que viene siendo madurar- y compartir con otros jóvenes descubrimientos, experiencias, amores de juventud, y anécdotas de cucarachas en el baño del albergue.
La idea de los parlamentarios es que esta iniciativa pueda ayudar a fortalecer el sentimiento europeo –algo debilitado por el Brexit y el auge de los partidos euro-escépticos- y realmente creo que puede funcionar, siempre que los agraciados no utilicen el pase para plantarse en el Saloufest a emborracharse con sus amigos de toda la vida. Si de verdad queremos que el plan funcione y este continente permanezca unido, se les debería exigir que se emborrachen con gentes de otras nacionalidades.
A principios de verano encontré en una cafetería a un grupo de chavales, dos chicos y tres chicas, que se afanaban en encontrar el equilibrio perfecto entre precio y cansancio a la hora de recorrer Italia en tren. Si no habéis hecho el Interrail, tal vez no sepáis que la ecuación pasa por calcular el número de noches que se pueden hacer en el tren para ahorrar en hoteles, algo que, por cierto, ha dificultado en gran medida la expansión del tren de alta velocidad.
La situación me recordó a mi Interrail de los 21 años, cuando en contra de toda lógica visitábamos ciudades lejanas entre sí para pasar al menos 6 o 7 horas de viaje intentando echar una cabezada en incómodos trenes que aún no se parecían al ave, y en los que invariablemente aparecía gente rara que no tenía intención de dejar dormir a nadie.
Debo aclarar que entonces mis aspiraciones viajeras eran mucho más humildes y aquel Interrail, o como se llamara, se limitó a la Península Ibérica. Me temo que mi experiencia no cuadraría con el objetivo actual de la UE, pero tampoco venía mal para esa España que siempre está, dicen, a punto de romperse. Éramos cuatro jóvenes inocentes y nada habituados al ferrocarril que recorrimos nada menos que 8 ciudades en 15 días mientras las correspondientes noches las pasábamos, además de en los trenes, en albergues juveniles, pensiones, algún que otro duro suelo de estación, y los bares a los que nos llevaban los amigos que nos guiaban en cada ciudad.
De aquella experiencia me siguen quedando las ganas de viajar, el gusto por los trenes como medio de transporte, el rechazo a las ensaladas de lata que fueron nuestra dieta básica, y la duda de cómo pudimos acabar a las 5 de la mañana en la inhóspita estación de Bobadilla en la Andalucía profunda; pero sobre todo me quedan grandes recuerdos. Si la Unión Europea decide que definitivamente sobra el dinero, que me regalen a mí otro pase para rememorarlo.