Margarita no debía tener más de 30 años, aunque aparentaba ser mucho mayor. El sol de los Andes y el viento del Lago Titicaca no deben hacer mucho bien al cutis. Se vestía con faldas coloridas y pompones, y un característico sombrero coronaba unas larguísimas trenzas de pelo negro que casi le llegaban hasta la cintura.

Nos recibió, junto al resto de mujeres de su familia, al borde de la isla de paja en la que vive. Sí, de paja. Una isla. Porque Margarita pertenece a la tribu de los Uros, nativos andinos que en algún momento de la historia decidieron que la tierra firme era demasiado aburrida o demasiado peligrosa, y se instalaron en un rincón del lago Titicaca, construyendo sus propias islas con delgados juncos.
Cada isla pertenece a una familia, y sobre ellas construyen sus chozas y un mirador con el que divisar la evolución del clima, pero también la llegada de los turistas, como nosotros, que les solucionan más de un día de salario. Mientras los hombres pasan el día fuera, pescando o trabajando en tierra firme, sus mujeres enseñan a los visitantes sus costumbres, sus ropas, sus casas, sus utensilios, y cómo caminar sobre la isla sin perder el equilibrio y caer al agua.
Sentados en corro sobre los juncos, temiendo que aquello se hundiera en cualquier momento, Margarita y sus familiares nos explicaron cómo es la vida en medio de un lago, qué comen -sí, era de esperar que fuera pescado- y cómo resisten el frío a 3800 metros de altura. No sabría decir si fue mayor la sorpresa al conocer su forma de vida o, una vez asimilada, descubrir que en aquel entorno tan primitivo cuentan con electricidad, que en algunas chozas hay incluso televisiones, o que los más jóvenes van a estudiar a la universidad y vuelven a casa durante las vacaciones como cualquier otra familia.

Agarrado a las faldas de Margarita iba Mateo, que apenas debía tener tres o cuatro años. Cuando su madre nos escogió entre el grupo de extranjeros para visitar su casa, el niño permaneció atento a cada movimiento hasta que, perdiendo la vergüenza, nos acercó su tradicional gorro andino para que lo admiráramos… y nos lo pusiéramos. Es lo que ha visto hacer a su madre, porque la venta de esos tradicionales gorros tejidos a mano, junto a otras muestras de artesanía son su principal fuente de sustento.
La visita no duraría más de una hora, y solo era una parada en el recorrido por esa inmensidad que es el Lago Titicaca. Sin embargo, el hecho de conocer a personas con una vida tan distinta y peculiar es un recuerdo probablemente más duradero que cualquier paisaje.
También dura el sombrero que acabamos comprando, ridículo pero entrañable.
Tuve la sensación de que los Uros no eran auténticos, más bien formaban parte del decorado..
No hay duda de que ellos mismos mantienen gran parte de sus tradiciones como un decorado, para hacerlas vistosas a los turistas que lo vemos. Pero supongo que es el equivalente a limpiar la piedra de nuestras catedrales, no deja de ser algo real embellecido para el público.
Gracias por el comentario