Habrá quien quiera disfrazarlo de «retiro espiritual» o sugiera una palabra de tintes modernos como «desconexión», pero yo reconozco que es un satisfactorio regodeo en la pereza: Lo que me apetece son vacaciones de no hacer nada. Y para eso se inventó la playa.
Hace unas semanas volví a Corralejo, que es un lugar lo bastante apartado del mundo como para que no tengas la tentación de hacer turismo del que cansa, en especial si ya lo has visitado antes y no tienes nada nuevo que descubrir. Cuando empiezas a repetir destinos turísticos puedes intentar achacarlo a que ya has visto mucho mundo, pero probablemente sea que has alcanzado una edad en la que ya no estás tan por la labor de desvivirte buscando monumentos y prefieres abandonarte a eso de la dolce far niente.
He pasado una semana de playa, que es el mínimo que debería conceder la Seguridad Social a todo trabajador para contribuir al bienestar de la población. Una semana entera en la que lo único de lo que tengas que preocuparte es de sacudirte los pies al entrar al apartamento. Ni siquiera eso, porque el crujir de la arena bajo las chanclas es esa molestia nimia pero necesaria para eliminar de la mente las otras molestias en mayúsculas que se dan sobre el asfalto de la ciudad. Es como esa sensación, al mismo tiempo incómoda y gratificante, de estar medio seco y medio mojado durante todo el día hasta salir del apartamento vestido de beach club, que viene siendo ir de hortera pero a sabiendas.
Porque unas vacaciones de no hacer nada en la playa lo elevan todo a categoría de éxtasis existencial, aunque ese «no hacer nada» sea caminar 4 o 5 kilómetros hasta la mejor playa, darte un chapuzón en agua helada, o dejarte estafar alegremente en cualquier chiringuito. Cuando no haces nada te encanta tomar el sol escuchando a señoras que gritan en algún idioma atropellado por el alcohol, y te parecen maravillosas las fotos en las que se cuela un señor preocupantemente rojizo. Hasta dices que te encanta el olor a mar aunque sepas que son algas en descomposición.
Tal vez lo mejor de todo es abandonarse a la ausencia de planes preestablecidos -algo impensable en estos tiempos de hiperactividad pospandémica-, devorar esos libros que tenías pendientes, revolcarte en la arena, tostarte un ratito por cada lado y, por supuesto, saber que en alguna otra parte -en muchas otras partes- hay alguien -muchos álguienes- en una oficina, o en una mesa electoral, deseando estar donde estas tú.