Todo viajero infrecuente que se precie, al llegar a Río de Janeiro tiene hacer el chiste de «Anda que habéis montado un Cristo…». En concreto lo han montado encima de un cerro, el Corcovado, que se ve desde cualquier esquina de la ciudad (ya sabéis, está en todas partes) y al que se llega en un trenecito, sospechosamente parecido al tren de la bruja, a través del frondoso parque nacional de Tijuca. El Cristo Redentor ha sido elegido una de las nuevas 7 maravillas del mundo y seguro que nada tuvieron que ver los millones de brasileños que participaron en la votación. El monumento en sí es una imponente estatua de hormigón de 38 metros de altura en estilo art decò, pero lo que debería ser considerado maravilla del mundo, patrimonio de la humanidad y quesito del trivial, es ese momento en que te acercas al mirador, ves despejarse la bruma, y descubres a tus pies el maravilloso paisaje de Río de Janeiro. Con sus playas y bosques, y sus montañas y lagos, en medio de la ciudad, con sus rascacielos y sus favelas… O también puede ser que la bruma no despeje y hayas hecho el viaje solo para ver el pedestal del cristo y una multitud de turistas con cara de art decò. En cualquier caso, hay que ir y, sobre todo, retar a la originalidad haciéndose una foto con los brazos en cruz.
Un aspecto básico del desarrollo turístico a lo largo y ancho del mundo se basa en subirse a sitios y ver cosas. En Río de Janeiro a falta de uno, hay dos lugares míticos para hacerlo, el primero es el Cristo Redentor, pero el segundo no es menos emblemático: el Pan de Azúcar. Además éste también entra en la categoría de no saber si es mejor que salga en las fotos o hacer las fotos desde allí.
El Pan de Azúcar es un monolito -no comestible- plantado en medio de la ciudad y que hace tan original y característico el paisaje de Río. Sin él podría ser un Benidorm cualquiera. Al Pan de Azúcar se sube mediante dos teleféricos, el primero hace parada en Morro de Urca y el segundo te lleva hasta la cima desde donde podrás ver de un lado la bahía de Guanabara y desde el otro las fantásticas playas de Copacabana e Ipanema.
Según estadísticas poco fiables, 9 de cada 10 personas que acaban de leer «Copacabana e Ipanema«, automáticamente han recreado en su mente bikinis y tangas sobre cuerpos bronceados. La décima persona se equivoca, porque es exáctamente éso lo que hay. En un paisaje idílico, claro. La dos larguísimas playas son polideportivos al aire libre, llenas de redes de voleybol, porterías, puestos de gimnasia… y de sus usuarios, claro, brasileños y brasileñas dedicados a trabajar el cuerpo o lucirlo frente al mar. Afortunadamente también hay bares y terrazas. Vamos que lo tiene todo para ser el lugar perfecto para alojarse y por eso allí se encuentra la mayoría de los hoteles.
Desde las playas se puede llegar al casco viejo en metro, que en contra de todo prejuicio, es bastante moderno y seguro. En el centro, eso sí, es mejor seguir las indicaciones de las zonas que se pueden visitar y las que no, pero merece la pena callejear el Río Viejo, picar algo (o ponerse hasta las cejas) en la conocida Confitería Colombo o beberse una cerveza fresquita en cualquier bar típico junto a la casa de Carmen Miranda (las frutas en la cabeza no son y nunca fueron típicas, aviso).
Por lo demás, un par de lugares curiosos: La Catedral, tan moderna, en forma de pirámide, que uno le da por pensar si no será sacrílega; y las escaleras azulejadas por el artista Jorge Selarón que dan colorido a un callejón perdido del centro y ya se han convertido en un reclamo turístico.
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