Película en Nueva York

Mi propia película en Nueva York

Hay un comentario común cuando alguien visita Nueva York, y es que te sientes dentro de una película. No hay rincón, calle o edificio que no te suene de haberlo visto en tu propio salón. Los de Tiffany’s están hartos de ver a gente comiendo croissants en su escaparate, los niños esperan que todo cobre vida en el Museo de Historia Natural y, quien más y quien menos, mira hacia los rascacielos esperando ver a Spiderman aparecer (yo, por cierto, lo vi).

El problema es cuando esa sensación te supera y empiezas a sospechar que una situación cotidiana puede evolucionar como el argumento más enrevesado. A mí me pasó la primera vez que visite Nueva York. Aunque en honor a la verdad, la cosa no llegaba ni para un cortometraje, y yo estaba destinado a ser un secundario de los que mueren a media trama. Os lo cuento a ver si os parece peliculero o no:

Mi película en Nueva York

Tuve que acabar mi viaje unos días antes que mis amigos, y mientras ellos recorrían otras ciudades, yo me embarcaba en mi propia aventura en el metro. Es un decir, era casi línea directa (hasta ahí llegaba mi sentido de la aventura) hasta el aeropuerto JFK, desde donde unas horas más tarde saldría mi vuelo.

Metro de Nueva YorkSin embargo, de repente el metro se quedó sin electricidad mientras circulaba bajo Brooklyn. Se detuvo en una estación desconocida (desconocida por mí, digo yo que los del metro de Nueva York sí la tenían ubicada, pero a saber), y después de un rato a oscuras, una psicofonía nos dijo que abandonáramos el vagón. Al contrario de lo que esperaba, los locales evitaron el pánico en el túnel y se lo tomaron con calma, como algo habitual, pero claro, ellos no tenían que coger un vuelo transatlántico.

Afortunadamente yo no era el único viajero. Mientras consultaba a un indiferente trabajador del metro si aquello se arreglaría algún día, apareció una pareja cargada de equipaje y preguntando a los que veían en su misma situación si querían compartir taxi hasta el aeropuerto. Me uní a ellos y a otros más sin dudarlo, y subimos con nuestro equipaje hasta la superficie. Me dio tiempo a contar que éramos 5 personas justo antes de que un coche gris se deslizara lentamente hacia nosotros y abriera sus puertas invitándonos a entrar.

«El taxi de Brooklyn», podría ser el título

Mis nuevos compañeros de viaje comenzaron a meter las maletas en el coche alegremente mientras yo recordaba la advertencia que había leído en mi guía: «No hay que subir a un ‘taxi’ que no tengan el color amarillo y la licencia oficial«. Sin embargo, una mochilera a mi lado me especificó «Eso es en Manhattan, en Brooklyn los taxis son así». Siempre suelo hacer caso a los viajeros que tienen pinta de saber más que yo, que suelen ser la mayoría, pero aún tenía mis dudas “Ajá… ¿y en Brooklyn dejan subir a 5 personas en un taxi?”.

No hizo falta verbalizar la pregunta porque justo en ese momento la cuestión numérica se solucionó «mágicamente» cuando apareció una furgoneta blanca conducida por dos negros del tipo rapero y enorme. Ante mi estupefacción, los de la furgoneta saludaron amigablemente al tipo que había organizado todo nuestro traslado al aeropuerto y que resultó no tener nada que ver con la chica que le acompañaba inicialmente. Vamos, que ni eran pareja ni el equipaje era suyo.

Calles de Brooklyn«Chicos me acabo de encontrar con unos amigos que me llevan al aeropuerto» dijo, cuando yo ya estaba sentado dentro del supuesto taxi. ¡¿Perdón?! ¿Qué posibilidades hay de encontrarte a unos amigos en las calles de Nueva York justo en el momento en que necesitas que te lleven al aeropuerto? A menos que estés en una película, claro, entonces sí pasa. No tuve mucho tiempo a reaccionar. Mientras nuestro coche arrancaba se lo comenté con preocupación a mi compañera de asiento. «¿Es que crees que todo esto estaba preparado?» Me preguntó ella con un fuerte acento mezcla de alemán e incredulidad, como si en Alemania no hubiera películas de terror.

Durante el trayecto valoré seriamente enviar mensajes sin roaming y a lo loco a mis amigos que estaban en Washington, a mis padres en España, al 911 americano, o a las Naciones Unidas. En el móvil describía gráficamente las características del taxista según lo observaba por el retrovisor (pelo negro, bigote, cara de malo de película), y todos los detalles del coche que pudieran ser útiles para el FBI cuando tuvieran que buscar nuestros cuerpos.

Al llegar al aeropuerto, el taxista, gánster, o lo que fuera, fue dejando a cada uno de mis compañeros de viaje en las distintas terminales del JFK. Pero yo no las tenía todas conmigo «Está esperando a que quede uno solo» pensaba. Cuando solo quedábamos él y yo en aquel taxi que ya me parecía un coche fúnebre, aún me preguntaba si solo se quedaría con mi equipaje o si me mataría y me metería a mí en el maletero. Pero no, el buen hombre me dejó en mi terminal, me cobró unos irrisorios 7 dólares por la carrera y me deseó un feliz viaje de vuelta a casa.

No fue más de una hora de película, pero no fue el viaje más agradable que he hecho. Digo yo que la próxima vez que protagonice una película en Nueva York, podría ser una comedia. O mejor, podría ser yo el gánster.

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