Bangkok es feo, para qué vamos a engañarnos. Podemos llamarlo exótico, insólito, extravagante… Pero bonito no es. Al menos no esas calles grises que hemos visto de edificios ruinosos con las fachadas cubiertas de cables esperando armar la de dios -o la de Buda- en la siguiente tormenta, atravesadas por canales de agua sucia y con los viejos y grasientos puestos de comida amontonados en las aceras. Sin embargo, han sabido concentrar toda su belleza en unos templos y palacios que nada tienen que envidiar a Versalles y que lucen aún más espectaculares por contraste con su alrededor.
Hace un par de días visitamos Wat Pho, uno de los templos principales junto al río Chao Phraya que divide la ciudad. Es un recinto lleno de llamativas pagodas y chedis -yo tampoco sabía lo que eran pero son esos templos «circulares» y afilados, muy bonitos- construído, al parecer, para albergar la mayor colección de Budas. Los tienen en todas las posiciones, de pie, de pie dando un sermón, sentado mientras medita, sentado debajo de una higuera, reclinado a punto de alcanzar el nirvana… El Buda reclinado en concreto es una de las principales atracciones de la ciudad, porque mide nada menos que 46 metros de largo y 15 de alto y en las plantas de sus pies tiene inscripciones grabadas en madreperla, que tampoco he sabido nunca lo que es pero resulta que es el nácar de toda la vida.

Muy cerca, en la otra orilla del río visitamos el templo Wat Arun cuya simbólica torre cumplió la siempre necesaria cuota de monumentos en restauración que debe haber en todos los viajes ¿Quién no ha hecho un viaje en el que en un determ
inado monumento haya tenido que decir «la pena es que lo estaban restaurando y estaba lleno de andamios»? Aún así, fue digno de echar un vistazo a cosas como ésta:
En cualquier caso dejamos lo mejor para el final, el impresionante Wat Phra Kaew que cumple las funciones de templo majestuoso y palacio real. Un espectacular conjunto de edificaciones que nos dejaron con la boca abierta: Chedis recubiertos de pan de oro, pagodas cubiertas de finos azulejos de todos los colores, estatuas de seres mitológicos, y la gran atracción, el Buda Esmeralda, que ni es grande ni es de esmeralda sino de jade, pero impresiona igualmente. Además de todo esto, gran parte de la extensión de Wat Phra Wea está ocupado por el propio palacio real y los edificios oficiales aledaños, incluyendo varios museos que hicieron que nuestra visita durara varias horas.

¿Lo peor? Dos serios inconvenientes a la hora de visitar este palacio:
El calor era insoportable, el sol caía sin piedad sobre nuestras cabezas hasta el punto de no saber si los destellos de colores que veíamos eran producto del reflejo en los azulejos o alucinaciones por insolación. Sudamos como si hubiéramos llegado al templo a nado y acabamos por organizar nuestra ruta según la posición de los ventiladores que había repartidos por el complejo.
Había mucha, mucha gente. En cada templo, en cada rincón fotografíable, se formaban marabuntas de turistas y se oía una algarabía constante a medio camino entre gritos de guerra y corral de gallinas. Hubo momentos en los que realmente creímos que China estaba invadiendo Tailandia y enviaba a sus tropas armadas con sombrillas mortíferas. Como en todo, uno se adapta y aprendimos a esquivar las hordas chinas como a las olas de la marea.
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