La impresión que le da a un mochilero al llegar a Viena -y en esta ocasión viajamos en calidad de mochileros 100%- es como la de entrar a un restaurante de lujo con vaqueros y sudadera, como que no estás a la altura del entorno.
En Viena todo es monumental, señorial, imperial, elegante… A cada vuelta de esquina te encuentras con enormes palacios, edificios inmaculados, jardines perfectos y calles impolutas, como recién fregadas, que da cosa pisarlas. Todo parece un decorado hecho para las peliculas de Sissi.
En ese entramado de perfección que es el centro histórico, es como si se hubieran olvidado de hacer las calles de atrás. Los callejones estrechos, inseguros y malolientes que tiene toda gran ciudad salvo Viena. Tanto es así, que la calle que peor huele es donde paran los majestuosos coches de caballos, justo delante del Palacio Imperial Hofburg, igual que hicieron durante los 600 años que pasaron allí los Habsburgo, y que sigue siendo el principal escenario de la ciudad.
A un pequeño paseo de allí (a pie, no gastamos caballo) pudimos visitar la imponente Catedral de San Esteban que se encuentra en proceso de limpieza para equipararse a los estándares de la ciudad, donde hasta el monumento a la peste reluce, limpísimo, al sol.
Pero el gran paseo es el de la Ringstrase, el amplio anillo que bordea el casco histórico y que surgió cuando al emperador Francisco José le dio por derribar las murallas de la ciudad en 1857, permitiendo que a su alrededor se construyeron importantes edificios a la altura y hechura del nuevo imperio austro-húngaro: la Ópera, la Universidad, el Ayuntamiento, el Parlamento, la Bolsa, los museos de historia del arte e historia natural. Todos dignos de admirar y visitar si los pies dan de sí. Los míos aún se resienten.
Para recorrer estos paisajes de perfección intimidante, contamos con la ayuda de una guía casi local -y que además es mi prima, todo queda en casa- que nos llevó a los puntos clave de la ciudad, pero también nos recomendó otras visitas más que interesantes:
El Palacio de Schönbrunn, el Palacio de verano de los Habsburgo, se encuentra algo retirado del centro, pero perfectamente accesible en metro (no es que se fueran a veranear a Benidorm, los Habsburgo) y además de museos, tiene unos espléndidos jardines, de visita gratuita, que deben tener, más o menos, el tamaño de alguno de los países surgidos tras el desmembramiento del Imperio.
El llamado Alto Danubio es un meandro del gran río, apartado de la zona navegable y con aguas sorprendentemente limpias, donde los vieneses van a darse baños, montar en piragua, practicar remo o tomar el sol a pocos kilómetros del centro. Nosotros fuimos a comer y beber en comunión con la naturaleza, que también es muy edificante.
El, o los, Belvedere son otro capricho de emperador, que tenían querencia por los jardines de plantas exóticas y animales, y las construcciones asombrosas.
El Naschmarkt, que como su propio nombre parece indicar, es el mercado (y no hay que despreciar lo poco que se entiende del alemán) es una interminable sucesión de puestos de comidas y restaurantes. Nosotros tuvimos el detalle de ir con hambre para apreciarlo mejor, porque daban ganas de parar en cada puesto a comer delicias turcas, aceitunas rellenas de queso, fina bollería vienesa…
Pero bueno, en otro momento comentaremos la gastronomía vienesa. Seguimos viajando.