Isabel, Cándido y Ban Ki-moon en Segovia

No sé cuánto se tardaría en llegar a Segovia en tiempos de Isabel la Católica, pero nosotros en la edad contemporánea, tan contemporánea como la semana pasada, tardamos una escasa media hora de viaje en Ave. Es acomodarte en el asiento y a la que te das cuenta ya estás del otro lado de la Sierra de Guadarrama. Eso sí, el tren te deja en una estación en medio del campo, en los terrenos de vete a saber qué pariente de político, y para llegar al centro de Segovia tardas más o menos lo mismo que desde Madrid.

Al llegar al casco antiguo 2000 años de historia nos contemplaban en forma de acueducto. Es una obra de ingeniería donde las haya, pero por alguna razón las guías, en papel y en persona, se empeñan en recordarnos que las piedras no están sujetas por ningún tipo de argamasa, cemento ni hormigón, si no por el milenario arte de ponerlas muy juntitas para que no se caigan. Vamos, que a uno le da cosa pasar por debajo no vaya a ser que la erosión de los años y la ley de la gravedad se impongan a la arquitectura romana justo en ese momento.
Segovia adentro fuimos callejeando por la ciudad vieja dejando atrás iglesias, monasterios, sinagogas, antiguas puertas y murallas, hasta llegar al Alcázar. En visitas anteriores solo había visto este edificio por fuera, con ese aspecto a medio camino entre gran fortaleza medieval y castillo de Disney, pero esta vez pudimos apreciarlo también por dentro. Al atravesar el puente sobre el foso y las gruesas murallas es fácil transportarse al siglo XV e imaginarse a Isabel dispuesta a ser coronada Reina de Castilla. También es fácil imaginarlo porque hay un enorme mural que representa la escena, todo hay que decirlo. Pero también podríamos visualizarla en el salón del trono junto a Fernando, tanto monta, monta tanto, o, esto ya es más difícil, en la alcoba real. Suponemos que en los amplios salones con sus grandes ventanales verían lo mismo que vimos nosotros: el secarral de los campos de Castilla que se pierden hasta donde llega la vista sin una montaña ni un toro de Osborne que los interrumpa.

Salvo para aquellos especialmente interesados en armas antiguas que se lo pueden pasar pipa en el museo de artilleria, probablemente lo mejor de la visita es subir los 175 escalones del torreón para disfrutar en las alturas de las vistas de la ciudad de Segovia con su Catedral en lo alto y la sierra al fondo. Para muestra, la foto.

El camino de vuelta lo hicimos guiados por el hambre, desandando las mismas callejuelas hasta llegar al emblemático Mesón de Cándido, donde te recibe el propio Cándido (o el tercero o cuarto de la saga, no sabría decir) y él mismo parte el típico cochinillo segoviano con un plato para mostrar lo tierno que está. Tal vez es el momento de decirlo: más allá de cualquier interés turístico o cultural, el principal objetivo del viaje a Segovia era darnos un homenaje con cochinillo. En concreto un homenaje a mi padre que cumplía años ese mismo día, y a mi madre y a mi tío que cumplían los días anteriores. Vamos, que razones no nos faltaban para ponernos hasta las cejas, y eso hicimos.

Acueducto, Segovia
Acueducto, Segovia

Con el estómago lleno y con algo de tiempo antes de coger el tren de vuelta, aprovechamos para ver el Acueducto un poco más de cerca y subimos las escalinatas que llevan hasta casi su punto más alto. Allí estábamos absortos cuando apareció un grupo enorme pidiendo paso. Una visita turística, pensamos, hasta que oímos la instrucción repetida a coro por señores con más pinta de portero de discoteca que de turista ocasional «Apártense, que va a  pasar Ban Ki-moon». Y allí estaba él, el Secretario General de la ONU en persona, más alto y delgado al natural, sonriendo y saludándonos en medio de aquel grupo de matones y personajes oficiales. Su visita al Acueducto tardó lo que tardarían en hacerle una foto oficial junto al monumento, Patrimonio de la UNESCO -por la parte que le toca- y volvió a pasar por el mismo camino con toda su comitiva, y volvió a saludarnos y volvió a sonreírnos, y esta vez nos dijo en perfecto castellano «mucha suerte». Y esta es la fecha en la que aún seguimos preguntándonos si es lo único que sabe en español, si es su forma habitual de saludar, o si, sabiendo lo que se sabe en su puesto, lo único que puede hacer por el mundo en general y los viajeros infrecuentes en particular, es desearles mucha suerte.

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