Un joven americano de acomodada familia decide abandonar su casa, su entorno, y la civilización en general, para emprender una aventura en solitario hacia rutas salvajes. La historia no acaba muy bien, pero cuando se da a conocer causa interés y curiosidad, se cuenta en un libro, luego en una película, y acaba por convertirse en una especie de aventura mítica envuelta en un halo de espiritualidad que nos incita a abandonar el mundanal ruido para alcanzar la comunión con la naturaleza. Yo paso.
No hace mucho aproveché el catálogo de Netflix para ver, por fin, Hacia Rutas Salvajes, una película, igual que el libro en que se basa, elevada a los altares de los viajeros más puristas (signifique esto lo que signifique). 2 horas y 20 minutos de grandiosos paisajes y grandes silencios alternados por una historia de conflicto juvenil y un punto filosófico. Aunque la excesiva espiritualidad tiende a aburrirme y los paisajes nevados a darme frío, la historia detrás me llama la atención. Por si no la conocéis ahí va:
Los hechos reales de Hacia Rutas Salvajes
Es una historia real, pero por si acaso voy a decirlo: ojo, esto está lleno de spoilers.
Christopher McCandless era un chaval de 22 años de familia medio bien, nacido en California y crecido en Virginia, brillante en sus estudios, pero un tanto excéntrico según sus profesores. Cuando se graduó en la carrera de Historia y Antropología por la Universidad de Emory se enfrentó a ese vértigo que tiene todo estudiante de ‘qué hago ahora con mi vida’, solo que en lugar de dejarse explotar de becario, Chris (así, en confianza) optó por lanzarse a la aventura por Estados Unidos.
Para hacerlo más emocionante, y renegando del materialismo occidental, se fue con lo puesto tras donar todos sus ahorros a OXFAM. Con lo puesto y un coche, pero el coche fue encontrado años después de haberlo abandonado.
Gracias a su diario y a las personas con las que se cruzó, se sabe que Alex trabajó de camarero, de peón de granja, conoció gente, se cambió el nombre por el más molón de Alex Supertramp, navegó el río Colorado, leyó a Tolstoi y Thoreu, y se desentendió de sus padres y hermana que lo buscaban desesperados.
Tras dos años de vagabundeo por diferentes estados, en 1992 se fue en autostop hasta Alaska donde pretendía experimentar la naturaleza en estado puro. Armado con un rifle, eso sí. En Alaska duró algo más de 100 días, hasta que los elementos fueron más salvajes que él. Cuando unos cazadores encontraron su cuerpo junto a su diario, en un viejo autobús abandonado, volvieron con una historia que se haría famosa.
El libro Hacia rutas salvajes
El periodista y escritor Jon Krakauer cubrió la historia del joven Christopher (llamémosle Alex, que a él le gustaba) y elaboró un amplio reportaje sobre la aventura y muerte del joven que fue publicado en 1993.
Pero no quedó ahí, siguió investigando y tres años más tarde publicó el libro Into the wild/Hacia rutas salvajes, que además de recoger todo tipo de detalles y testimonios de las personas con las que se cruzó Alex en su recorrido, adereza la narración con temas más trascendentales, reflejando e interpretando los pensamientos del chico sobre la sociedad, el materialismo que nos obliga a vivir, la naturaleza, la búsqueda del sentido de la vida…
Krakauer aportó además teorías sobre la muerte del joven, que no fue nada salvaje. Vamos, que no se lo comió un oso, sino que fue una mezcla de intoxicación alimenticia y malnutrición. Para ello investigó lo que Alex pudo comer o creyó comer y su estado de salud, basándose en los apuntes del diario, y la flora y fauna de Alaska. Las teorías no quedaron ahí, porque surgió mucho debate al respecto, y el propio Krakauer se contradijo más tarde a raíz de nuevos descubrimientos.
La película Hacia rutas salvajes
A causa del libro, el personaje y la aventura de Alex fueron ganando fama e incluso mitificándose. En 2007, el actor Sean Penn contribuyó a ello dirigiendo una película también titulada Into the Wild / Hacia rutas salvajes, donde narraba la historia en dos tiempos, alternando la dura estancia en Alaska con las escenas del viaje, desde el momento de su graduación a sus aventuras en Arizona, Dakota del Sur, Oregón o California.
En la película se alternan también las escenas de la angustiada familia que no deja de buscarle, así como recuerdos del pasado que pretenden explicar por qué Alex pensaba como pensaba.
La película tuvo buena acogida y fue reconocida por su banda sonora y su fotografía que mostraba grandes paisajes de Estados Unidos, desde el Río Colorado a las costas de California, pero la principal atención se la lleva el Parque Nacional Denali en Alaska.
Seguidores hacia rutas salvajes
Sin embargo, tal vez lo más llamativo de esta historia no está en la propia aventura de Alex, ni en el libro o la película que lo recrean, sino en la legión de fans que comulgan con las teorías de aquel joven y se animan a seguirle como a una especie de mártir neo-hippy.
Como recoge este artículo, son muchos los que no se conformar con coincidir con su visión del mundo, sino que van en busca de revivir la misma experiencia y se aventuran a visitar el viejo autobús donde murió Alex. Sí, sigue allí. Solo que muchos necesitan ser rescatados en el intento y unos cuantos no han vuelto para contarlo.
Esta situación provoca una gran paradoja: la historia de Alex está facilitando una industria turística que no concuerda con sus ideales. Proliferan las páginas web y excursiones que ayudan a los viajeros a llegar, y hasta existen viajes organizados en helicóptero para ver el lugar de su muerte. Por no hablar de que el éxito editorial y cinematográfico a costa de su historia están en el lado opuesto a su sentimiento antimaterialista y anticonsumista.
Pero lo más paradójico de todo es que el propio Alex no era ningún gurú ni guía espiritual, sino que probablemente era un chaval desnortado que no sabía qué hacer con su vida, que se encontró con una aventura demasiado grande para él, y que cuando quiso volver a la civilización ya no pudo. Igual tenemos que hacernos mirar los ídolos que elegimos y la manera en que los seguimos.