Beber y dejarse ver en París

 

Hace tiempo vi una serie americana que no pasó a la historia en la que una reportera americana llegaba a París y llamaba emocionada a su jefe para decirle «¡Estoy en París! ¡Todo el mundo habla francés! ¡ Y no lo hacen por presumir!». A lo que su jefe, desganado, contestaba «Son franceses, todo lo hacen por presumir».

La escena confirmaba el comentario que una vez oí a una residente en París señalando la posición de las sillas en las terrazas de los cafés y bistrós «¿Has visto que las sillas no están enfrentadas para ver al otro comensal sino que están en paralelo hacia la calle? Pues no es para ver el paisaje, es para dejarse ver«.

Y es cierto, todas las sillas, de todas las terrazas, se alinean incómodamente en paralelo, y sobre ellas se sientan elegantes parisinos que habrán comprado sus trajes en las boutiques de la Avenue Montaigne o la Rue Saint Honoré, a más de 5,000€ la pieza, cuando no en las tiendas de modernos -que también las hay- de Le Marais. Y nosotros, que venimos vestidos de Zara, por aquello de hacer patria, no nos despeinamos por sentarnos junto a ellos y disfrutar de un buen desayuno mirando a la calle y a los viandantes en cualquier calle parisina.

Lo que es difícil sin embargo, es admirar alguno de los icónicos monumentos de esta ciudad desde una terraza. Siempre hay árboles, turistas o palacetes del siglo XIX que te impiden verlos. Aún así, en esta ocasión hemos encontrado cierta satisfacción al sentarnos frente al Museo Pompidou y observar a sus visitantes como si estuviéramos ante un terrario y contempláramos a las hormigas avanzando en fila india por túneles y escaleras.

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El Pompidou es un extravagante edificio diseñado para parecer al revés. No boca abajo, sino de fuera a adentro, de manera que las tuberías y andamiajes son visibles desde el exterior. Si no lo habéis visto, os lo podéis imaginar: No pega con nada que se pueda encontrar en el centro de París. 40 años después de su construcción los parisinos ya se han acostumbrado a él, pero aún hay algunos que se revuelven en sus trajes de alta costura al verlo. El diseñador de semejante osadía es, pásmense señores lectores, Richard Rogers, el mismo que treinta años después diseñó la T4 de Madrid. Hagan ustedes sus conclusiones.

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