A mí este calor seco y sofocante me recuerda a Petra. Al sol cascando la piedra de la ciudad perdida, a caminatas extenuantes para ver éste y aquel monumento, a la sensación de sofoco al ver a los beduinos cubiertos de arriba abajo para evitar quemarse.
No hacía tanto calor cuando llegamos de noche a Wadi-Musa, la ciudad ‘moderna’ que crece en el exterior de Petra y que literalmente significa Valle de Moisés. Dice la leyenda, o la Biblia, a saber, que allí paró el profeta en su peregrinación por el desierto y con un golpe de bastón logró que brotara agua de una roca para saciar la sed de todo el pueblo de Israel. La roca sigue allí, y el agua aún se puede beber. En algunos sitios no se privatizan estas cosas.
Nos recomendaron hacer una primera visita a la ciudad escondida esa misma noche, para poder ver una pequeña parte de ella iluminada por ‘farolillos’. En realidad eran simples bolsas de papel llenas de arena con una vela dentro, dispuestas cada tres o cuatro metros, para dar una luz muy tenue al camino de entrada. Si consigues hacer el camino sin caer y romperte la crisma, es una visita increíble. La iluminación te permite ir descubriendo poco a poco los recovecos entre las altas paredes de hasta 200 metros de altura por el que discurre el Siq, ese estrecho pasadizo entre las montañas que sirve de acceso a la ciudad y que te hace sentir como Indiana Jones en la última cruzada. Después de un buen trecho, de alrededor de un kilometro y medio de distancia, por fin se abrió el pasadizo y pudimos ver la famosa imagen de Petra, la construcción conocida como El Tesoro. Tal vez en la visita nocturna no se puede apreciar en todo su esplendor, pero la explanada estaba decorada con muchos más farolillos iluminando esa fachada que tantas veces hemos visto y dándole un aspecto casi místico. Por si esta experiencia en sí misma fuera poca, para completar la velada nos sentaron sobre unas esterillas dispuestas en la arena para escuchar un concierto de Rababah, ese instrumento de cuerda árabe tan peculiar. No os voy a engañar, no eran los tres tenores ni el ballet ruso, pero escuchar esa música en medio del silencio y saber que estás ahí, frente a la ciudad de Petra, resulta toda una experiencia.
Al día siguiente volvimos a visitar Petra con la intención de, ahora sí, ver hasta el más mínimo detalle a la luz del sol. Y qué sol, madre mía. Pero merecía la pena pasar calor porque esta ciudad con nombre de anciana de pueblo esconde uno de los parajes más asombrosos de la tierra. Los viajeros infrecuentes que no tenemos ni idea de a dónde vamos ni qué nos vamos encontrar, no sabíamos que una vez pasada la fachada del Tesoro, el resto de las montañas aún conservan una ciudad completa excavada en las paredes de piedra arenisca. A medida que caminábamos el espacio se iba ensanchando en un pequeño valle en el que se sucedían a un lado y a otro más casas y tumbas excavadas, más o menos decoradas, donde habitaban y se enterraban los Nabateos. Ésta fue la tribu que hizo de Petra la capital de su reino en el siglo VI a.c., en la época en la que controlaban el tráfico de comerciantes entre oriente y occidente y que le dio su máximo esplendor.
Los romanos de entonces, que eran igual que los italianos de ahora y estaban en todas partes, también llegaron a Petra y dejaron su huella. Se puede apreciar en una calzada recta, bordeada de pórticos con columnas, que lleva hasta el mercado de la ciudad, e incluso un teatro que fue ‘mejorado’ y ampliado al estilo romano para dar cabida hasta 8500 espectadores. Para cuando llegas a esta parte de la ciudad, el sol ya cae con saña, no hay paredes ni sombras donde refugiarse, los canales de agua están secos en pleno verano, y todo tú eres una mezclilla de polvo y sudor que se va derritiendo entre piedras. Pero no hay que desfallecer, queda la parte más dura, pero también la mejor. Tras una hora de subida por escalones tallados en la piedra de un barranco entre montañas, llegas a una nueva explanada en la que se encuentra el Monasterio. Es el edificio mejor conservado de todo el área y probablemente el más espectacular por su tamaño. Es similar al Tesoro, aunque con menos ornamento, y en este caso sí se permite la entrada, aunque tampoco es que haya nada que ver dentro. Además desde aquí arriba tienes la opción de tomarte un merecido descanso en una terraza muy rústica o seguir subiendo hasta un mirador casi improvisado desde donde se aprecia el paisaje montañoso de esta zona de Jordania.

Después del intenso día, aún teníamos pendiente para el día siguiente una visita a la Pequeña Petra, la “parte de atrás” de la ciudad por donde entraban las caravanas de camellos. Está bastante alejada del Siq, porque Petra fue una ciudad enorme para la época, con capacidad para más de 20.000 habitantes. Sin embargo, con el cambio de las rutas comerciales y los terremotos sufridos, fue perdiendo importancia y poco a poco se perdió en el olvido hasta convertirse en un mito para el mundo occidental. Así permaneció hasta que en 1812 un explorador suizo guiado por leyendas locales, entró en contacto con los beduinos nómadas de la zona y fingiendo ser un peregrino que buscaba sacrificar una cabra en la cercana tumba del profeta Aarón, hermano de Moisés, les convenció para que le guiaran hasta la ciudad perdida. Desde entonces Petra se ha convertido en un auténtico tesoro en forma de atracción turística y es, como ellos mismos dicen, el único petróleo de Jordania. Los beduinos, probablemente descendientes de aquellos nabateos, son ahora los guías turísticos y los comerciantes establecidos allí, día a día bajo el duro sol y entre las piedras.
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